viernes, 29 de agosto de 2008

Demolición

Sostengo la tesis (falsa) de que si uno anda suficiente rato por Madrid acaba viendo siempre algo extraordinario.

Hoy, en mi última mañana de vacaciones, al ir por mi barrio me he encontrado que estaban demoliendo un pequeño sanatorio psiquiátrico, cerca de casa. Me ha dado pena, aunque el edifico no era gran cosa llevaba viéndolo 14 años. Una inmensa grúa sostenía una bola enorme, que de vez en cuando daba suaves toques a la estructura, llevándose por delante paredes, techos y suelos, poco a poco. Levantaba una enorme polvareda, que al pasar entre las hojas de los árboles y chocar con el fuerte sol de la mañana proyectaba rayos, como los de los cuadros religiosos en que Dios sale tras las nubes. De la grúa salía un chorro de agua, que refrescaba las ruinas.

Dos detalles me han llamado la atención. Primero, que la nube de polvo iba cayendo sobre todo lo que había cerca del edifico, y en concreto sobre una parada del autobús municipal, cuyo techo parecía nevado; la gente que estaba debajo aguantaba esto impertérrita, bien porque no se daban cuenta (no creo), bien porque eran ingleses (más probable). Segundo, que la demolición se estaba haciendo sin sacar los muebles viejos: entre las paredes caían espejos, mesas, armarios. De entrada me ha escandalizado, pero luego he pensado que hubiera sido absurdo sacar todo eso para tirarlo luego en un contenedor de la basura.

Adios, viejo sanatorio psiquiátrico de mi barrio.

(Después paseo por el parque del Retiro; veo su rosaleda, con casi todas las rosas abrasadas; veo elegantes pavos reales, andando entre los niños, en los finísimos jardines de Cecilio Rodríguez; veo una familia de tortugas tomando el sol en el estanque pequeño; veo cientos de peces rojos en el estanque grande; veo la pared de árboles del estanque grande, algunos ya con la hoja inicial otoñal, ay; tomo un café caro en el Mallorca de la calle Serrano; me confieso en los jesuitas de la calle Serrano, siempre tan comprensivos).

jueves, 28 de agosto de 2008

Petición de oración

Queridos amigos:

Un matrimonio amigo mío, cuarentón como yo, ha logrado que ella se quede embarazada. A la alegría inicial ha sucedido la angustia, pues el médico les ha dicho de que hay un 1% de posibilidades (lo que, al parecer, es mucho) de que el niño tenga síndrome de Down.

Os pido que recéis mucho por ellos: primero, para que el niño esté en el 99% de posibilidades de ser sano; segundo, para que si no fuera así, ellos tengan la fortaleza necesaria para aceptar la situación, y no cometan una locura.

Gracias.

(Otro día seguimos con El Gatopardo)

martes, 26 de agosto de 2008

El Gatopardo (I)

Queridos amigos:

Vuelvo a Madrid, y vuelvo al libro El Gatopardo, de Tomasso di Lampedusa, Príncipe de Lampedusa. Vuelvo a él porque para mí fue un libro importante, en mi adolescencia y juventud, un libro que leía cada dos o tres veranos. Por desgracia, el volumen de aquella época, de Círculo de Lectores, se quedó en casa de mis padres; uso ahora otro más moderno, de Espasa Calpe, que está bien pero que no es el que recorrí tantas veces en mi juventud.

El libro es famoso en España por una frase: "Es preciso que todo cambie para que todo siga igual". Efectivamente, ese es el tema fundamental de los primeros capítulos, en los que estoy ahora. El protagonista, el Príncipe de Salina, alias El Gatopardo, por el escudo familiar, ve con melancolía como el Reino en el que vive, el Reino de las Dos Sicilias, que incluye la isla y la parte baja de la bota, quedará pronto invadido e integrado en el nuevo Reino de Italia. Describe con amor la decrépita situación de su país, y comprende que la única forma de salvar todo aquello, su propia situación social, es aceptar los nuevos tiempos y el nuevo Reino, lleno de gente vulgar y advenediza, poco católica.

Creo que esto es lo que me agarró en mi juventud: de igual forma que él veía irse todo un tiempo, yo también sentía, verano a verano, que toda una etapa de mi vida se iba yendo, y no estaba seguro de que los nuevos tiempos fueran a ser mejores. Con el paso de los años, la nueva realidad de mi vida fue mucho mejor que la antigua. Espero que los sicilianos también puedan decir eso del nuevo país que les vino encima.

jueves, 14 de agosto de 2008

La Montaña

Queridos amigos:

Me vuelvo a ir unos pocos días, esta vez a la Montaña.

No penséis en una montaña andina, de picos y cuerdas, sino en la suave montaña de la sierra de Madrid, donde dar dulces paseos viendo los pajaritos y los árboles, con la chaquetita puesta.

Como, en principio, la Montaña es menos peligrosa para la virtud que la playa, esta vez invertiremos el trato: seré yo el que rece por vosotros, en vez de vosotros por mí (si os parece, vaya).

Como ya es habitual entre nosotros, esperando que os acordéis de mí, etcétera, etcétera.

F.

martes, 12 de agosto de 2008

En la playa (y II). La marea

Ya sabéis que en la playa en la que he estado había, relativamente, poca gente. Una fila 1ª, en la que se ponía la gente que madrugaba mucho. Una fila 2ª, en la que nos poníamos los que llegábamos a una hora razonable. Una fila 3ª, en la que estaba la gente que llegaba a media mañana, familias con niños poco madrugadores, y gente así. 3 filas en una playa grande del Mediterráneo español es algo que está muy bien, comparado con las 7, 8, 9 de otras playas.

Por los periódicos locales que leía la gente y por el acento era claro que casi todos veníamos de las regiones interiores de España, las que no tienen mar (Aragón, Navarra, Castilla, Madrid), y que no teníamos mayor conocimiento de las mareas, de la subida y la bajada de las mareas. Los de la fila 1ª llegaban a primera hora, ponían sus mantas y sombrillas cerca del mar, y a partir de ahí parecía que todos los días la marea empezaba a bajar durante la mañana. Eso parecía algo obvio: no lo era del todo.

El último día estábamos así, los de 1ª en 1ª, los de 2ª en 2ª, los de 3ª en 3ª, detrás el vacío, cuando la gente de 1ª pegó un grito: el mar había empezado a subir, y de golpe una ola grande les bañó los pies a los que estaban tumbados. Al poco, un grito más. Asombrosamente, el mar estaba yendo hacia la marea alta, y además era un día de mucho viento, así que no lo hacía plácidamente, sino a saltos. Nadie se quería mover, los de 1ª no querían pasar a 4ª, pero cuando las olas, todas, llegaban ya a su altura y empezaron a mojar las sombrillas, tuvieron que rendirse e irse al final. Los de la 2ª nos quedamos en primera línea de combate, ¿quedaría ahí la cosa?, pronto se vio que no, los de 2ª pasamos a 5ª y los de 3ª a 6ª. Unos niños habían estado haciendo un gran agujero en la fila 3ª, lejos del mar, y al acabar la mañana estaba inundado de agua.

Viví todo esto con la fascinación, con el terror, que nos produce la decadencia: ¿hasta dónde iba a llegar nuestra ruina? ¿Por qué lo que siempre había parecido seguro dejaba de serlo? Recordé muchas veces Muerte en Venecia, de Thomas Mann, en donde la peste va invadiéndolo todo, sigilosamente. Y dos imágenes tremendas. Una mujer gorda, aterrorizada, con la sillita del niño, con los dos niños pequeños, con la sombrilla y la bolsa, el mar le iba rozando todo, le ofrecimos ayudar a mover el campamento, ella se negó, gritaba a "papá", un señor delgadito y bajito, metido en el oleaje, ajeno a todo. Y, segunda escena, algunas sombrillas olvidadas, en la fila 1ª, rodeadas por el mar, agitadas por el mar, como en una obra de escultura moderna de uno de nuestros parques públicos.

domingo, 10 de agosto de 2008

En la playa (I)

La playa resultó ser mucho menos vulgar de lo que yo suponía en el post anterior. He aquí que de Peñíscola a Benicarló, en la bahía, va una fila de hoteles y de bloques de apartamentos, sin parar, sin huecos, un paseo marítimo de kilómetros, pero con sólo una fila de edificios. Si la rodeas, si cruzas la carretera que va por detrás, al otro lado hacia el interior hay una extensión enorme que hace no mucho fue huertas y cultivos y que ahora (en general) se ha convertido en una zona de juncos salvajes. Eso hace que, cuando vas a la playa, sólo coincidas a la gente de tu hotel y de los edificios vecinos, más alguno que ha venido en coche, poca gente, en todo caso. De ahí venía la familiaridad: el niño gordo resentido que destruía los castillos ajenos, la vieja que perdió su bastón en el mar, los aragoneses que pegaban gritos con su acento peculiar. Todo familiar, todo con encanto, mucho mejor de lo que me esperaba antes del viaje.

Dos detalles cutres, como de cuando yo era niño y España era un país todavía más atrasado: unos negros altísimos, cargados de pulseras, de collares, de CD grabados, de trenzas, de bolsos, que paseaban de un lado a otro, indolentes, sin ofrecer su mercancía, como si nos hicieran un favor por estar ahí; y una fotógrafa que iba ofreciendo hacer reportajes, como si la gente no llevara ya sus máquinas digitales. Lo extraño es que la gente picaba, y hacía unos posados como de porno light, con la barriga pegada a la arena y las piernas muy abiertas y el mar de fondo, algo patético.

A cenar íbamos al pueblo, un pueblo muy turístico, con mucho bullicio, con heladerías, con tiendas de flotadores. Encontramos un sitio maravilloso, con 130 platos, lo que ya es magnífico. Pero es que además habían hecho una foto de cada uno de ellos, y las fotos habían invadido todo: los marcos de las puertas, las paredes, la parte exterior de los techos, el toldo de fuera, ... Uno podía dar un paseo como quien pasea por el Louvre, viendo los 130 platos, eligiendo desde las fotos, todas estupendas, con croissants recién amasados, filetes recién cortados, nata recién montada.

viernes, 1 de agosto de 2008

Playa

Queridos amigos:

Me voy unos pocos días a la playa.

No esperéis a la vuelta un post glamouroso sobre estos días: voy a una playa vulgar, familiar, con señoras gordas con flotador, niños gritando en los supermercados y filas de torres de apartamentos.

Rezad para que me porte bien.

Espero que a la vuelta os sigáis acordando de mí.

Hasta pronto.

F.

La Archienemiga

Comentábamos ayer que el día de San Ignacio empezó con grandes señales. Hoy decimos que siguió con un gran milagro: me anunciaron que mi Archienemiga de la oficina se traslada a otra Administración Pública, así que es posible que no la vuelva a ver nunca más, hasta el día del Juicio Final.

Gracias a Dios, a mis 42 años puedo decir que ha habido muy poca gente en mi vida que haya sido mala conmigo de una forma innecesaria y cruel. Quizá, 3 o 4 personas en todos estos años. En todos los demás casos, con el paso del tiempo he comprendido por qué la gente hizo cosas que me perjudicaron, les he disculpado y, de alguna forma, les he perdonado: probablemente yo, en sus circunstancias, sin ser cristiano, hubiera hecho lo mismo. Hay 3 o 4 excepciones, y sobre todo la de mi Archienemiga, que fue jefa mía, y se comportó muy cruelmente. Siempre que leo Mateo 18,23-35 me siento incapaz de perdonarla, sea lo que sea perdonar a los demás. En este resentimiento ha influido mucho, por supuesto, el miedo, el miedo a que volviera y volviera a complicarme la vida; el miedo y el seguir viéndola por los pasillos, es más fácil perdonar cuando la gente desaparece de tu vida y se pierde en tu pasado.

Así que mi Archienemiga se va, y como decimos en España, “A enemigo que huye, puente de plata”. La distancia y el fin del temor a que vuelva a tener poder sobre mí contribuirán, sin duda, a que aquellas viejas faenas se vayan borrando, y que cuando vuelva a leer Mateo 18,23-35 no me sienta incapaz de cumplir el consejo de Jesús.